miércoles, 30 de abril de 2008

pensamiento interesante....

webeando enconté esto.... es por lo menos interesante!! espero lo disfruten igual que yo.
El ladrón que roba con la cabeza

por Hernán Casciari

Hoy saco del cajón otra de las entrevistas-cuento que solían aparecer en los diarios mercedinos la década pasada. Según lo imaginé en su día, el personaje elegido se llamaba Horacio, tenía alrededor de cuarenta y cinco años, varios apellidos (no porque fuese aristocrático, sino porque debía cambiarlos cada seis meses) y estuvo viviendo en Mercedes durante un par de meses, engañando a viejas de pueblo con sus particulares "cuentos del tío".

En la época en que apareció el artículo, uno de estos estafadores de poca monta había intentando entrar en la casa de mi abuela Chola, aunque sin éxito, dado que mi abuela es muy despierta. Pero se me ocurrió alertar a otras ancianas, y el modo más adecuado me pareció este falso periodístico, es decir, que el propio ladronzuelo contara sus trucos en la prensa para que la población de jubiladas y pensionadas estuviese atenta.




Entrevista a Horacio Q., estafador de señoras
Semanario Protagonistas, lunes 6 de mayo de 1996


Horacio tiene una profesión, según él, a punto de extinguirse, como los pingüinos empetrolados: es estafador de guante blanco; vale decir, un delincuente que no usa la fuerza bruta ni las armas para lograr lo que se propone. Su única pistola es la cabeza, y la ductilidad que posee para diagramar y poner en práctica lo que comúnmente se conoce como "cuentos del tío".

Esta actividad marginal se puso de moda en la Argentina con la llegada de los primero inmigrantes, a principio de siglo. El criollo pícaro era experto en venderle, al gringo abombado recién caído del barco, tanto documentos mobiliarios con terrenos inexistentes, como boletos de lotería ganadores, e incluso buzones o monumentos públicos como el mismísimo Obelisco. Luego, cuando se acabaron los inmigrantes, o cuando se aporteñizaron y aprendieron la técnica, continuaron el rito utilizando como víctimas a los provincianos que viajaban a Buenos Aires para conseguir el trabajo y la felicidad.

Horacio Q. (su apellido de esta semana empieza con esta letra) tuvo su época de esplendor hace dos lustros, cuando supo tramar estafas en empresas aseguradoras de vida, bancos y financieras. Un día negro calculó mal, mataron a su socio de toda la vida y él pasó varias temporadas preso en Caseros. Una vez libre, quiso conseguir un compinche de la calidad del anterior, "pero eso —confiesa— es más difícil que ser honesto".

Solitario en el camino de su vocación, sigue estafando, pero ya no en la Primera División de las grandes capitales, sino en en Nacional B de los pueblos de provincia. De todas maneras, y aunque la dimensión de sus labores sea más humilde, sabe que jamás en la vida tendrá que utilizar un arma, ni rebajarse a la violencia, para sobrevivir.

—El estafador no nace con guante blanco, me imagino. Usted alguna vez tuvo que haber hecho trabajos menores, ¿verdad?

—El que se inicia en la calle por desesperación, siempre será vulgar, y por más plata que levante, siempre hará trabajos menores y vulgares. Y no hablo de mi profesión, sino de cualquier oficio. La diferencia entre un plomero sutil y un plomero mediocre está en los comienzos: el vulgar lo es porque no respeta su trabajo; es más, preferiría hacer otra cosa. El fino es un apasionado de las cloacas, el plomero sutil lo es porque no le gusta más nada en la vida que hacer su trabajo. A mí los primeros cuentos del tío me los enseñó mi padre, y la primera vez que salí a la pista no fue porque me picara el bagre, sino por convicción. Es decir: nunca hice trabajos menores. Nunca tuve la desgracia de necesitar un arma, porque gracias a Dios tengo la mejor de todas (se toca la cabeza). El raterito que sale con una 22 se piensa que la pistola es el cerebro que le falta.

—Pero a veces da sus frutos.

—¿Pero a qué precio? Apuntarle a alguien para sacarle dinero es reconocer que uno no sirve para nada en la vida: eso es humillante. Una vez un muchacho, en el subte, quiso robarme. Me apuntó con una pistola. Y yo tuve que demostrale que la cabeza es más persuasiva que las armas. Después de eso seguramente comenzó a trabajar sin la pistola.

—¿Pudo convencerlo?

—No lo sé, pero cuando se descuidó le robé el revolver. Así que, por necesidad, habrá tenido que salir a trabajar sin armas.

—¿Por qué está en Mercedes?

—Estuve haciendo algunos trabajos aquí, y ahora salgo para otras ciudades de la provincia. Puede decirse que estoy de gira. No elegí Mercedes por nada en particular... Las ciudades como ésta tienen cosas a favor y cosas en contra. Por ejemplo es muy difícil pasar desapercibido: no hay esa aglomeración que existe en las capitales, donde uno nunca tiene rostro. Acá todos terminan conociendo la cara de los extraños, porque en los pueblos ése acaba siendo el único divertimento de las personas, además de la televisión.

—¿Y a favor?

—Que en ningún otro sitio las personas son tan crédulas como en los pueblos. No se levanta mucha plata, pero hay grandes posibilidades de practicar cuentos que en otro lugar no saldrían nunca. Estar aquí, o en Chivilcoy, es casi un hobbie, un gusto que uno puede darse después de una cierta trayectoria.

—Es como hacer teatro de autor para una estrella de cine. ¿Se siente así?

Claro, yo estoy de gira por la provincia, ya te dije... Yo he trabajado toda la vida en capitales, principalmente en Buenos Aires y en Córdoba. Y allí el ritmo es distinto. Es necesario, siempre, trabajar en pareja, tener un socio. No se puede hacer nada solo. Las personas que viven en ciudades grandes son muy desconfiadas, y solamente pisan el palito cuando las trabajás en grupo. Aquí eso no pasa. Hace un mes, durante una sola mañana, estafé cuatro casas en un mismo barrio, y con el mismo cuento. ¡Yo solo con mi alma! A eso le digo bingo.

—¿Con qué cuento?

—Se llama "el amigo del hijo". Y tiene, como todo, un estudio previo. Primero hay que ubicar señoras solas que tengan un hijo viviendo afuera. Acá hay más o menos una por cuadra. Luego hay que averiguar cuándo cobran la jubilación y a qué escuela fue el hijo. Y algunas cosas más que no vienen al caso. Eso se llama el trabajo histórico. Se puede hacer de dos maneras: si hay tiempo, todo se descubre en las conversaciones del almacén del barrio. Cuando dos vecinas se encuentran a charlar y uno está atento, es increíble la cantidad de datos que aportan. Si uno está apurado, se hace una encuesta timbre por timbre, siempre con barba y traje. La encuesta puede ser de una AFJP, o del canal de televisión del pueblo, o de un diario. Eso no importa. Y en las preguntas se colocan todos los datos que a uno le importan.

—¿Y las señoras responden con confianza?

Si no están enquilombadas, sí. Hay que tener cuidado de no hacer encuestas de once a doce, porque el ama de casa está cocinando y responde a las apuradas; ni en los horarios de las telenovelas. La mejor hora es a las diez de la mañana, o de dos a tres de la tarde.

—¿Y después?

Dejamos pasar quince días, nos afeitamos y volvemos a la casa. Cuando vuelvo ya uso ropa sport y digo que soy un amigo íntimo del hijo, y que vengo a buscar un dinero urgente. La anulo con conocimientos: nombre del hijo, cosas que hacíamos de chicos, escuela a la que fuimos, lugar donde trabaja el hijo actualmente, nombre de los nietos, etcétera. Cuido de ser muy simpático y de tener un motivo urgente por el que el hijo necesite el dinero y no pueda pedirlo personalmente ni por teléfono.

—¿Y realmente le creen?

—Después de una cierta práctica esto termina siendo lo más fácil: la parte más trabajosa es conseguir la información. De todos modos es un trabajo liviano, en el que se pueden sacar de doscientos a trescientos pesos por puerta, antes de desaparecer del barrio. La tarde del bingo levanté una luca en menos de dos horas.

—¿Alguna vez estuvo preso?

—Sí, claro. Pero es un placer, viéndolo desde el lado positivo. Caer en cana por estafa mayor es convertirse, de la noche a la mañana, en un tipo aceptado socialmente. A las unidades penales se las llama "comunidades carcelarias" porque son, precisamente, sitios en donde hay personas comunes entre sí. Igual que la comunidad de Mercedes está llena de mercedinos, las comunidades carcelarias están llenas de marginales. En cualquier comunidad externa (por ejemplo una ciudad, o un país), las personas son reconocidas según su situación de poder: un concejal tiene más valor social que un barrendero, un médico vale más que un drogadicto, etcétera. Esto, como todas las cosas en la vida, es injusto. Pero es así.

—Y en la cárcel a usted se lo respetaba, me imagino.

—En las comunidades carcelarias se respeta más al que delinque con la inteligencia que al que utiliza la fuerza: en la escala de valores, venimos primero nosotros (los estafadores de guante blanco), después los homicidas que matan por emoción violenta, después los traidores a un sistema, y así vamos bajando. A esa gente todo el mundo la respeta, y tenemos ciertos privilegios que, supongo además, nos merecemos. Y los niveles más bajos, los que más sufren, son los que quisieron imponer su orden a la fuerza: los rateros a mano armada, los violadores, los buchones y, desde luego, los guardiacárceles.

—En su discurso no se nota ninguna diferenciación entre el bien y el mal. ¿Qué entiende usted por ética?

—A mí me parece que el bien y el mal son dos perfecciones a las que no tenemos acceso. Cada cual hace con su vida lo que puede. Vivimos entre las ruinas de un sistema (y no estoy hablando de política, sino de lo que hemos hecho, como seres humanos, con el mundo). El hombre actúa por placer, por ambición o por poder. Y esto ocurre siempre. Vamos a tomar un ejemplo de bondad: Naty Petrosino, una señora que un día dejó todo, incluso a su familia, para dedicarse a hacer el bien a los pobres. ¿La conocés?

—Sí. Era modelo; una actriz muy conocida en los años sesenta, y de un día para el otro dejó la fama y la frivolidad para dedicarse a los más necesitados. Ahora vive en Bahía Blanca: atiende a personas con sida y le da albergue a chicos defectuosos.

—Bueno. Naty un día, de golpe, se fue a vivir a la calle, con los pobres y los mendigos: los curaba, les daba de comer y cuando se morían los enterraba. El esposo pensó que estaba loca (o por lo menos pensó que esa no era la vida que él había elegido vivir) y se fue, con los hijos de ambos, porque no sabía qué otra cosa hacer. A esta señora ahora le hacen reportajes en Telenoche y sale en las revistas, como un paradigma de solidaridad humana. Yo te pregunto: ¿preferís sacarle trescientos pesos a una vieja, haciéndole un cuento del tío, o hacer sufrir a tus dos hijos de cuatro y seis años, separándote de ellos para siempre, por un motivo equis? Respondéme.

—Me siento más cómodo haciendo las preguntas. ¿Usted qué prefiere?

—Quiero demostrarte que ninguna de las dos cosas se eligen. Esta señora hizo lo que hizo porque no podía hacer otra cosa. Sanar a los leprosos fue, desde siempre, su vocación: el error fue alguna vez desear una familia. Cuando la tuvo, un día terminó mandando todo a la mierda para seguir su vocación. Le importaron tres carajos los hijos y el marido. Eso es la ética, y la aplaudo. Y yo hice igual.

—¿Entonces se puede decir que usted es un ladrón vocacional?

—Podés decirlo con todas las letras. Incluso inconcientemente engaño, y convenzo a la gente de lo que quiero, aun sabiendo que esta vida, en lo afectivo, no me dará nunca nada. La ética es hacer siempre lo que indica el destino, la ética es no entorpecer el motivo por el cual uno ha llegado al mundo. Creo que no tienen ética las personas que no hacen, diariamente, todo lo posible para que sus vidas sean lo que deben ser. El que se resignó, está faltando a la ética. El que traicionó sus impulsos, está faltando a la ética. Es igual que en el amor: uno no es leal si se queda con una mujer cuando ama a otra. Eso es la peor infidelidad imaginable: allí uno está siéndose infiel a sí mismo, y nunca hay tiempo en la vida para dejar pasar la mínima posibilidad de ser feliz. No hacer todo lo posible no tiene perdón, y todavía nadie ha construido cárceles para purgar ese delito.

—Obviamente la señora de la que habla, incluso haciendo el bien, ha tenido remordimientos por haber dejado a sus hijos sin una madre. ¿Cuáles son sus remordimientos, Horacio?

—Una vez supe que el gerente de una financiera que estafé hace unos años, se había suicidado. Sentí una gran culpa y tuve remordimientos durante un tiempo. Pero también entendí que uno no puede hacerse cargo de las enfermedades de los demás, porque ya tiene bastante con las propias. Ese gerente se pegó un tiro porque perdió, de un día para el otro, setenta mil dólares. Dicho de otra manera: para él, setenta mil dólares era lo que valía su vida. Y más allá de mi responsabilidad en la desaparición del dinero, no puedo cargar con un enfermo que supone que la vida propia tiene un precio en dólares.

—¿Tiene alguna posición política?

—No.

—¿Y religiosa? ¿Cree en algo?

—Tampoco mucho. Pero admiro fervientemente a la Iglesia y al Gobierno.

—No lo entiendo.

—Supongamos que yo soy el dueño de una fábrica de tornillos y que tengo muchos obreros. Los obreros trabajan para mí jornada completa, deslomándose, sin recibir paga alguna ni tener la posibilidad de disfrutar de la vida. Para que no hagan huelgas ni disturbios, los convenzo de que hay una vida mejor, luego de ésta, pero que deben ser obedientes y construir muchos tornillos para poder disfrutar, cuando mueran, de esa otra vida. Y todos me creen: hacen tornillos, yo los vendo y disfruto de esta vida... Soy un estafador, ¿entendés?, y ese es el cuento del tío ideal, es la perfección de la estafa. Es un cuento del tío que vienen practicando los gobiernos junto a la iglesia desde la edad media; los obreros de esa fábrica son los tipos que se levantan a las seis de la mañana, de lunes a sábados, y trabajan hasta que se mueren, creyendo en el paraíso. Los gobiernos y la iglesia son dos socios, dos estafadores de guante blanco que lograron dar con el cuento del tío perfecto. Y yo no puedo hacer otra cosa más que admirar a los colegas que supieron hacer, de mi profesión, un negocio tan redondo.

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